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Explorando el páramo de Niquitao


El constante borbotear sordo y grave del agua ocupaba cada rincón de la habitación y como habitualmente dejo el lecho apenas aclara el día para salir a conocer los alrededores, eche mano del boso donde llevo las cámaras. Muy oscuro aún y tratando de no precipitar el sueño de los compañeros, tanteé en la oscurana buscando la linterna y el equipo. Sorpresa para mí que había metido un potecito de Gatorade larga duración de esos que llevan los niños al colegio en el mismo bolso y éste había explotado literalmente por un lado, supongo que por la vibración ya que está en la parrilla de la bici. Todo mojado, fui sacando las cámaras, el GPS y el resto de los peroles, por suerte no se mojo lo valioso, sólo aquello que podía secarse sin problemas.


Un amplio balcón daba al pasillo ofreciendo buen palco para el ojo curioso, con la cámara lista para grabar o fotografiar aquello que puede animar la inspiración paseé la vista por el lugar sin que nada allí hiciera honor a mi ganas, restos de camiones, pilas de arena, material de construcción y un enrejado maltrecho no era motivo para encuadrar alguna toma valiosa. Baje en busca de más y salí de la improvisada posada buscando la calle para entrar el casco del pueblito como cucaracha en baile de gallina. Vestido de ciclismo y armado de cámaras me sumergí en las callejuelas estrechas y mudas, las escasas personas con las que me topé, me veían como raro, supongo que por mi ropa y aquellas zapatillas que chasqueaban como herradura de caballo en cada uno de mis pasos. Un par de calles, una medicatura cerrada, una pequeña iglesia cerrada y todo a esa hora igualmente cerrado como si aguardasen las primeras y tibias luces del sol para despertar del letargo del fin de semana. Ya clareaban de anaranjado las fachadas de las casas y lentamente la actividad cotidiana iniciaba su ritmo. Uno que otro soñoliento pueblerino salía y se perdía entre una esquina y otra sucesivamente de aquellas casitas que develaban al morador presto para el trabajo ensombrerado y con las botas puestas.
Aproveche el ritmo que tomaban las cosas y disparé unas fotos, hable con algunas personas y disfruté mucho la calma y el frio que ahí se sentía, hasta que un trueno en mi estomago avisaba la hora de reunirme con mis compañeros para decidir lo que desayunaríamos para emprender el desafío que se nos presentaba.

De forma unánime nos fuimos al mismo lugar de la cena anterior, unas caraotas, arepitas andinas, huevos y jugo natural resolvieron la tormenta sonora en mi barriga aportando lo necesario para pedalear el cerro que se alzaba como muralla justo enfrente del pueblo. 

La ruta de hoy era desafiante, ya que debimos remontar desde una altura de 2160 hasta casi los 3500 sumando a la factura unos 5km adicionales que debimos recorrer “en subida” hasta la entrada del páramo justo en el puente de Visún.

Mi trasero sin haber emprendido la larga escalada ya pedía perdón y sólo pensaba en cómo me molestaría durante el trayecto. Tomamos una estrecha carreterita de tierra muy inclinada, que fue sinuosamente adentrándose en la montaña, sembradíos de fresa, olor a tierra húmeda, moscas y un frio gradual se hacía sentir a medida que ascendíamos. Las horas se sumaban y aún no veíamos los primeros frailejones, solo subida y tierra. La lucha entre las ruedas y la inclinación poco a poco se fue mermando, un cambio abrupto de vegetación nos engulló y las cosas mejoraron significativamente.

Luego de superar una pequeña cuesta lo bastante suavizada en comparación con lo que acabábamos de subir, el camino se acomodaba suavemente en una explosión de lomitas marronáceas moteadas de puntos ocres verdeceos de incalculable cantidad y belleza, aquella montaña abrumaba mis ojos, no sabía cómo procesar aquella inmensidad repleta de detalles, llena de información nueva, llena de sonidos, de colores, de sensaciones. Un despliegue de nubes coronaba al fondo aquel picacho cuyo cuerno violaba las alturas y escondía su aguda cresta, negro, sombrío, implacable se alzaba la teta de Niquitao al fondo como el rey proclamado de aquellas inmensidades.

La ráfaga de fotos por aquellos espacios fue breve para nuestro pesar, no habíamos llegado ni a la mitad del trayecto, las doce del mediodía se las tragó el camino, ya eran pasada la 1 pm y aún no salíamos del páramo. El hambre hizo lo suyo, pero esta vez la sofocamos con balas frías para evitar quemar más tiempo. La neblina fue nuestra compañera, a ratos se el viento la retiraba y dejaba ver un azul intenso que sin mentiras daba la sensación de andar rodando en dos mundos distintos que podías cambiar con un botón. Neblina, sol, neblina, sol, esa transición extraña que a veces hasta nos mojaba y luego nos secaba era lo normal sólo hasta que dejamos los 3000 msnm y el clima se hizo más amable.

Ya en Altos de Cabimbú el frio era menor y las bajadas más amplias, las casitas, los sembradíos se dejaban ver en mayor cantidad hasta que el camino principal nos arrojó al Valle de Cabimbú. Todo un pueblo dedicado al 100% a la siembra, no existía rincón, ni loma que no tuviera aquellos plásticos tendidos repletos de verde cuyo olor dulce a fresa la brisa traía a nosotros alternadamente enrollándonos el estomago de hambre y deseo de comerlas.

Como es común, hablamos con la gente, comimos bastantes fresas y nos informamos de lo que nos tocaba a continuación. La noticia de que según la lectura de mi GPS, lo que creía seria más suave y la cruda realidad nos desmotivó sinceramente, ya que no eran bajadas ni paseo tranquilo lo que delante nos aguardaba, sino una serie de subidas, frio y una monumental distancia. 

No era tarea fácil el pronóstico y pensamos tomar un jeep que nos ayudara a completar una gran subida que “en teoría” era la antesala de la bajada. Seguimos la vía principal y nos ubicamos al costado de la calle a aguardar a un samaritano que nos pudiese empujar parte del tramo. Pasaron 10 minutos y nadie se paraba, nadie, absolutamente nadie se detuvo y para colmo una tormenta se nos encimaba. Como el compromiso era grande, no podíamos desperdiciar tiempo ya que la próxima parada fijada en el pueblo de Las Quebradas aun distaba a horas de camino. Al ver que el plan de la cola no funcionó, montamos en nuestras bicis y continuamos restando kilómetros por aquella vía donde la lluvia nos alcanzó.


Rodamos por horas hasta llegar a lo que parecía ser el inicio de la bajada, la noche ya apagaba el día y la lluvia no dejaba de caer. Recuerdo que estando a un par de kilómetros antes de iniciar la prometida bajada, la carretera que hacía de puente en el lomo de una fila delgada que comunicaba dos montañas, el frío nos embistió con una ráfaga de viento que sinceramente era insoportable, por instinto unánime bajamos unas tres velocidades y empezamos a pedalear parados enterrando con todas nuestras fuerza los pedales de la bicicleta para tratar de salir de ese tramo en busca de algún muro o techo que nos protegiera de aquel ventarrón helado que por minutos nos hizo la vida miserable. 

Efectivamente ese lugar era el comienzo de la bajada, la eteeeerna bajada, pensé que la del día anterior “Tuñame” había sido la más larga, pero esta sino era como aquella le llegaba muy cerca. Bajamos, bajamos y bajamos, no recuerdo cuanto tiempo tardamos bajando pero quizá unos 45 minutos de pura bajada, de ella guardo el recuerdo de una parte muy cerca de la ventolera que nos agarro arriba, era abierta, no tenia árboles y desde la cual se divisaba la corpulencia de la fila de montañas negras y poderosas invadidas de aquel gris plomo que ascendía desde sus vertientes más oscuras y recónditas ocultando la mitad de su corpulencia. Al bajar este tramo un viendo ascendente que salía de la cara que no se revelaba desde allí frenaba las bicicletas, literalmente tenias que asirte del manubrio con fuerza para evitar ser derribado, un viento que no hacía necesario utilizar los frenos a pesar de que traíamos morrales y yo hasta una parrilla con equipaje, un gran peso que para el viento no era trabajo detener por más gravedad ni inclinación que tuviésemos.

 Lluvia, neblina y cansancio fue lo que facturamos ese día y el dulce recuerdo del páramo de Niquitao que dejamos horas atrás. Las Quebradas nos recibían con lluvia torrencial para brindarnos el tan esperado cobijo que nuestros agotados cuerpos merecían. 

Nada que destacar de este pueblo, exceptuando la buena comida y la posada que sin mentir superó nuestras expectativas, un buen cierre para completar nuestro segundo día de travesía, que al tercero completamos hasta jajó nuevamente como a las 3 de la tarde con mucho sol y vías más descansadas.


En total recorrimos 157Km por dos páramos andinos, quizá mucha distancia para tan pocos días y poco lo que pudimos recabar y documentar a causa del compromiso de llegar a los puntos determinados. Una ruta hermosísima pero muy dura la que recomendaría hacer con una logística más descansada.
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Hasta la próxima aventura.


Por: Sherandoe Montilla
ecohatillomtb@gmail.com
@ecohatillomtb
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